27/3/09

PROFUNDA SIESTA DE REMI

Venían ya. Había imaginado muchas veces los pasos, distantes y livianos y después densos y próximos, reteniéndose algo en los últimos metros como una última vacilación. La puerta se abrió sin que hubiera oído el familiar chirrido de la llave; tan atento estaba esperando el instante de incorporarse y enfrentar a sus verdugos.
La frase se construyó en su conciencia antes de que los labios del alcalde la modularan. Cuántas veces había sospechado que solamente una cosa podía ser dicha en ese instante, una simple y clara cosa que todo lo contenía. La escuchó:
-Es la hora, Remi.
La presión en los brazos era firme pero sin maligna dureza. Se sintió llevado como de paseo por el corredor, miró desinteresado algunas siluetas que se prendían a las rejas y cobraban de pronto una importancia inmensa y tan terriblemente inútil, sola importancia de ser siluetas vivas que aún se moverían por mucho tiempo. La cámara mayor, nunca vista antes (pero Remi la conocía en su imaginación y era exactamente como la había pensado), una escalera sin apoyos porque con él ascendía el apoyo lateral de los carceleros, y arriba, arriba...
Sintió el redondo dogal, lo soltaron bruscamente, se quedó un instante solo y como libre en un gran silencio lleno de nada. Entonces quiso adelantarse a lo que le iba a suceder, como siempre y desde chico adelantarse al hecho por vía de reflexión; meditó en el instante fulmíneo las posibilidades sensoriales que lo galvanizarían un segundo después cuando soltaran la escotilla. Caer en un gran pozo negro o solamente la asfixia lenta y atroz o algo que no lo satisfacía plenamente como construcción mental; algo defectivo, insuficiente, algo... Hastiado, retiró del cuello la mano con la cual había fingido la soga jabonada; otra comedia estúpida, otra siesta perdida por culpa de su imaginación enferma. Se enderezó en la cama buscando los cigarrillos por el solo hecho de hacer alguna cosa; todavía le quedaba en la boca el sabor del último. Encendió el fósforo, se puso a mirarlo hasta casi quemarse los dedos; la llama le bailaba en los ojos. Después se estudió vanamente en el espejo del lavabo. Tiempo de bañarse, hablarle a Morella por teléfono y citarla en casa de la señora Belkis. Otra siesta perdida; la idea lo atormentaba como un mosquito, la apartó con esfuerzo. ¿Por qué no acababa el tiempo de barrer esos resabios de infancia, la tendencia a figurarse personaje heroico y forjar en la modorra de febrero largos acaeceres donde la muerte lo esperaba al pie de una ciudad amurallada o en lo más alto de un patíbulo? De niño: pirata, guerrero galo, Sandokan, concibiendo el amor como una empresa en la que sólo la muerte constituía trofeo satisfactorio. La adolescencia, suponerse herido y sacrificado -¡revoluciones de la siesta, derrotas admirables donde algún amigo dilecto ganaba la vida a cambio de la suya!-, capaz siempre de entrar en la sombra por el escotillón elegante de alguna frase postrera que le fascinaba construir, recordar, tener lista... Esquemas ya establecidos: a) la revolución donde Hilario lo enfrentaba desde la trinchera opuesta. Etapas: toma de la trinchera, acorralamiento de Hilario, encuentro en clima de destrucción, sacrificio al darle su uniforme y dejarlo marchar, balazo suicida para cubrir las apariencias. b) Salvataje de Morella (casi siempre impreciso); lecho de agonía -intervención quirúrgica inútil- y Morella tomándole las manos y llorando; frase magnífica de despedida, beso de Morella en su frente sudorosa. c) Muerte ante el pueblo rodeando el cadalso; víctima ilustre, por regicidio o alta traición, Sir Walter Raleigh, Alvaro de Luna, etc. Palabras finales (el redoblar de los tambores apagó la voz de Luis XVI), el verdugo frente a él, sonrisa magnífica de desprecio (Carlos I), pavor del público vuelto a la admiración frente a semejante heroísmo.
De un ensueño así acababa de tornar -sentado en el borde de la cama se seguía mirando en el espejo, resentido- como si no tuviera ya treinta y cinco años, como si no fuera idiota conservar esas adherencias de infancia, como si no hiciera demasiado calor para imaginar semejantes trances. Variante de esa siesta: ejecución en privado, en alguna cárcel londinense donde cuelgan sin muchos testigos. Sórdido final, pero digno de paladearse despacio; miró el reloj y eran la cuatro y diez. Otra tarde perdida...
¿Por qué no charlar con Morella? Discó el número, sintiendo que le quedaba aún el mal gusto de las siestas y eso que no había dormido, solamente imaginado la muerte como tantas veces de chico. Cuando descolgaron el tubo del otro lado, a Remi le pareció que el «Haló!» no lo decía Morella sino una voz de hombre y que había un sofocado cuchicheo al contestar él: « ¿Morella?», y después su voz fresca y aguda, con el saludo de siempre sólo que algo menos espontáneo precisamente porque a Remi le llegaba con una espontaneidad desconocida.
De la calle Greene a lo de Morella diez cuadras justas. Con un auto dos minutos. ¿Pero no le había dicho él: «Te veré a las ocho en lo de la señora Belkis»? Cuando llegó, casi tirándose del taxi, eran las cuatro y cuarto. Entró a la carrera por el living, trepó al primer piso, se detuvo ante la puerta de caoba (la de la derecha viniendo de la escalera), la abrió sin llamar. Oyó el grito de Morella antes de verla. Estaban Morella y el teniente Dawson, pero solamente Morella gritó al ver el revólver. A Remi le pareció como si el grito fuera suyo, alarido quebrándose de golpe en su garganta contraída.
El cuerpo cesaba de temblar. La mano del ejecutor buscó el pulso en los tobillos. Ya se iban los testigos.

JULIO CORTÁZAR
La otra orilla
1938

20/3/09

LLAMA EL TELÉFONO, DELIA

Delia le dolían las manos. Como vidrio molido la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero, trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado, sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que ella había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y, además, allí estaba Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos. Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe, en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias.
La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un "blue" cantado por la misma muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio. Ella buscaba siempre las audiciones de la cantante de "Blues". A las siete y cuarto de la tarde -la radio, entre música y música anunciaba la hora con un "hi, hi" de ratón asustado- y hasta las siete y, media. Delia no pensaba nunca: "Las diecinueve y treinta"; prefería la vieja nomenclatura familiar, tal como proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado, que Babe observaba ahora con un cómico balanceo de su cabecita insegura. A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj o recibir el "hi, hi" de la radio; aunque le entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debla ser pagada de inmediato y qué lindas eran sus medias color avellana.
Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny, que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: "Nadie ha llamado, hoy". Apenas si comprendía la razón de continuar pagando mensualmente el teléfono. Nadie llamaba a ese número desde que Sonny se había ido. Los amigos, porque Sonny tenía muchos amigos, no ignoraban que él era ahora un extraño para Delia, para Babe, para el pequeño departamento donde las cosas se amontonaban en el reducido espacio de las dos habitaciones. Solamente Steve Sullivan llamaba, a veces, y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud, y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar, preguntando por su buena salud y los dientecitos de Babe. Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola ver, ni siquiera a causa de un número equivocado.
Eran las siete y veintitrés. Delia escuchó el "hi, hi", mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Se enteró, además, de que el gabinete Daladier peligraba por instantes. Después volvió la cantante de "blues" y Babe, que mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna golosina que le gustaba. Delia fue a volcar el agua jabonosa, y se secó las manos, quejándose de dolor al f rotar la toalla sobre la carne macerada.
Pero no Iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar. En voz alta, dirigiéndose a Babe, que le sonreía desde su revuelta cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor.
Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Base ... Si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia ... Dos años, Babe, dos años ... y nada hemos sabido de él... Ni una carta, ni un giro ... ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos ... Ya no te acuerdas del día de tu cumpleaños ¿verdad?... fue el mes pasado... y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara, que él dijese solamente: "¡Hola, felicidades...!" o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito o una moneda de oro...
Así, las lágrimas que bañaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese momento que sonó el teléfono, justamente cuando desde la radio asomaba el prolijo y menudo chillido anunciando las siete y veintidós.
-Llaman -dijo Delia, mirando a Babe como si el niño pudiera comprender. Se acercó al teléfono, un poco insegura al pensar que acaso fuera la señora Morris reclamando el pago. Se sentó en el taburete. No demostraba apuro, a pesar del insistente campanilleo. Dijo:
-Hola.
Tardó en oírse la respuesta:
-Sí. ¿Quién... ?
Claro que ella ya sabía, y por eso le pareció que la habitación giraba, que el minutero del reloj se convertía en una hélice enfurecida.
-Te habla Sonny, Della... Sonny.
-Ah, Sonny.
-¿Vas a cortar?
-Sí, Sonny -dijo ella, muy despacio.
-Delia, tengo que hablar contigo.
-Sí, Sonny.
-Tengo que decirte muchas cosas, Delia.
-Bueno, Sonny.
-¿Estás... estás enojada?
-No puedo estar enojada. Estoy triste.
-¿Soy un desconocido para ti... un extraño, ahora?
-No me preguntes eso. No quiero que me preguntes eso.
-Es que me duele, Delia.
-Ah, te duele.
-Por Dios, no hables así, con ese tono...
-Hola.
-Hola. Creí que...
-Delia...
-Sí, Sonny.
-Te puedo preguntar una cosa?
Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel, o desde un bar ... Había silencio detrás de su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno.
-... una pregunta solamente, Delia.
Babe, desde la cuna, miró a su madre inclinando la cabecita con un gesto de curiosidad. No mostraba impaciencia, ni deseos de prorrumpir en llanto. La radio, en el otro extremo de la habitación, acusó otra vez la hora: "hi, hi", las siete y veinticinco. Y Delia no había puesto aún a calentar la leche para Babe; y no había colgado la ropa recién lavada.
-Delia... quiero saber si me perdonas . . .
-No, Sonny, no te perdono.
-Delia...
-Sí, Sonny.
-¿No me perdonas?
-No, Sonny, el perdón no vale nada, ahora... Se perdona a quienes todavía se ama un poco... y es por Babe, por Babe que yo no te perdono...
-¿Por Babe, Delia? ¿Me crees capaz de haberlo olvidado?
-No sé, Sonny. Pero no te dejaría volver nunca a su lado, porque ahora es solamente mi hijo, solamente mi hijo. No te dejaría nunca...
-Eso no importa ya, Delia -dijo la voz de Sonny, y Delia sintió otra vez, pero con más fuerza, que a la voz de Sonny le faltaba (¿o le sobraba?) algo.
-¿De dónde me llamas?
-Tampoco importa eso -dijo la voz de Sonny, como si le apenara contestar así.
-Pero es que...
-Sí, Sonny.
(Las siete y veintisiete.)
-Pero, Delia... imagínate que yo me vaya...
-¿Tú... ? ¿Irte... ? ¿Y por qué?
-Puede pasar, Delia... Pasan muchas cosas... Comprende, comprende... ¡Irme así, sin tu perdón... irme así, Delia, sin nada ... desnudo ... desnudo y solo ... !
(La voz, tan rara. La voz de Sonny, como si a la vez no fuera la voz de Sonny pero sí fuera la voz de Sonny.)
-Tan sin nada, Delia... Solo y desnudo, yéndome así... sin otra cosa que mi culpa... ¡Sin tu perdón, sin tu perdón, Delia!
-Sonny... ¿Por qué hablas así?
-Porque no sé, Delia... Estoy tan solo, tan privado de cariño, tan raro...
-Pero...
(Las siete y veintinueve; la aguja del reloj coincidía con la firme línea precediendo el trazo más grueso de la media hora.)
-¡Delia, Delia!
-¿De dónde hablas? -gritó ella, inclinándose sobre el teléfono, empezando a sentir miedo, miedo y amor; y sed, mucha sed, y queriendo peinar entre sus dedos el pelo oscuro de Sonny, y besarlo en la boca. ¿De dónde me hablas... ?
-...
-De dónde hablas, Sonny?
-...
-¡Sonny...!
-...
-¡Hola ... hola ... ! ¡Sonny!
-... tu perdón, Delia...
El amor, el amor, el amor. Perdón... ¡ qué tontería', ahora!
-¡Sonny ... Sonny, ven ... ¡Ven, te espero ... ! ¡Ven.!
(Dios, Dios!)
-¡Sonny!
-¡Sonny ... ¡Sonny ... ¡
-...
Nada.
Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. Y la radio; "hi, hi..." El reloj, la radio y Babe, que sentía hambre y miraba a su madre, un poco asombrado del retardo.

Llorar, llorar. Dejarse ir corriente abajo del llanto, al lado de un niño gravemente silencioso, como comprendiendo que ante un llanto así toda imitación debía callar. Desde la radio vino un piano dulcísimo, de acordes líquidos, y entonces Babe se fue quedando dormido, con la cabeza apoyada en el antebrazo de su madre. La habitación era un gran oído atento, y los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías interiores del silencio.
El timbre. Un toque, seco. Alguien tosía, junto a la puerta.
-¡Stevel
-Soy yo, Delia -dijo Steve Sullivan.- Pasaba, y...
Hubo una pausa larga.
-Steve... ¿viene de parte de...?.
-No, Delia. Es... es otra cosa.
Steve estaba pálido, y Delia hizo un gesto maquinal, invitándolo a entrar. Notó que él no caminaba con el paso seguro de antes, cuando venía en busca de Sonny, o a cenar con ellos.
-Siéntese, Steve.
-No, no.. me voy enseguida, Delia. Usted no sabe nada de. . .
Y, claro, usted ya no lo quiere a...
-No, no lo quiero, Steve. Y eso que...
-Traigo una noticia, Delia.
-¿De él?
-Una mala noticia, Delia.
-¿La señora. Morris...?
-Se trata de Sonny.
-¿De Sonny? ¿Está preso?
-No, no está preso, Delia.

Delia se dejó caer en el taburete. Su mano tocó el teléfono frío.
-¡Ah... ! Pensé qué podría haberme hablado desde la cárcel...
-¿El... le habló a usted?
-Sí, Steve. Quería pedirme perdón.
-¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón a usted, por teléfono?
-Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni Babe ni yo podíamos perdonarlo.
-¡Oh, Delia. ..!
-No podíamos, Steve. Pero después... no me mire así... después he llorado como una tonta... vea mis ojos... y hubiera querido que... pero usted dijo que era una mala noticia... una mala noticia de Sonny.
-Delia...
-Ya sé; ya sé... no me lo diga; ha robado otra vez, ¿verdad? Está preso, y me llamó desde la cárcel... ¡Steve . . ahora sí ... ahora sí quiero saberlo!
Steve parecía atontado. Miró hacía todas partes, como buscando un punto de apoyo.
-¿A qué hora lo llamó él, Delia?
-Hace un rato ... a las siete y pico ... a las siete y veintidós, ahora me acuerdo bien. Hablamos hasta las siete y media.
-Pero, Delia, no puede ser.
-¿Por qué no? Quería que yo lo perdonase, Steve, y recién cuando se cortó la llamada comprendí que estaba verdaderamente solo, desesperado ... Y entonces era tarde ... aunque grité y grité en el teléfono ... era tarde. Hablaba desde la cárcel, ¿verdad?
-Delia... -Steve tenía ahora un rostro blanco e impersonal, y sus dedos se crispaban en el ala del sombrero manoseado.
-Por Dios, Delia ...
-¿Qué, Steve ... ?
-¡Delia, no puede ser ... no puede ser ... ! ¡Sonny no puede haberla llamado hace media hora!
-¿Por qué no?- dijo ella, poniéndose de pie en un solo impulso de horror.
-Porque Sonny murió a las cinco, Delia. Lo mataron de un balazo, en la calle.
Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo. Ya no tocaba el pianista de la radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil, moderno, económico y sumamente veloz.

JULIO CORTÁZAR

La otra orilla

1938